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Pincha en la imagen y comprobarás una vez más que un matemático, un médico, un ingeniero, un abogado, un analista de mercados o un administrador de fincas pueden ser las personas más brillantes en su campo, y al mismo tiempo, pueden defender las irracionalidades más delirantes cuando sus actividades o sus cogitaciones desbordan su área de especialización y dan el salto a otras zonas más borrosas de la realidad.
Ahora llegan unos matemáticos y se proponen encontrar una fórmula matemática para determinar el grado de felicidad de una persona. Es decir, pretenden aplicar categorías matemáticas a una idea, oscura y confusa, pero eminentemente filosófica (de cuyo desarrollo son máximos exponentes Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y Gustavo Bueno).
La felicidad es una idea contradictoria, que tiene múltiples acepciones y que ha ido variando a lo largo de la historia, incluso convirtiéndose en contenido de constituciones políticas, pero cuyo avatar actual es la felicidad canalla del “carpe diem”, del “goza lo que puedas en cada momento”, el de la aspiración de la clase media a un ideal universal que anhela la vida del terrateniente romano, que tiene tierras, rebaños y esclavos. “La felicidad -como decía Goethe- es de plebeyos”. Y de vacas que rumian la yerba.
Y como decía aquél, cualquiera que no sea idiota (en el sentido etimológico griego más genuino) sabe perfectamente que en este mundo hay demasiadas cosas que hacer como para perder el tiempo preguntándonos si somos o no somos felices.
El filósofo Ortega y Gasset ya nos previno de la barbarie del especialista:
“He aquí un precioso ejemplar de ese extraño hombre nuevo que he intentado, por una y otra de sus vertientes y haces, definir. He dicho que era una configuración humana sin par en toda la historia. El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios o en más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas categorías. No es un sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante porque es un “hombre de ciencia” y conoce muy bien su porciúncula del Universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor que se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio ” (La Rebelión de las Masas).
Hoy podríamos traducirlo como fundamentalismo científico o cientifismo:
Este filósofo protagonizó también una polémica con Einstein, científico convertido hoy en modelo de sabiduría absoluta para los más diferentes profesionales del mundo actual, jóvenes y viejos por igual; y nadie discute que era un genio de la astrofísica, pero cuando daba el salto a otras materias, hacía el ridículo más espantoso, como hubo de recordarle Ortega y Gasset en tiempos de la Guerra Civil Española.
En este mismo sentido hablaba George Steiner en una entrevista que le hicieron:
“En la universidad en la que trabajaba solía venir a cenar Henry Moore, el escultor británico. Cuando abría la boca para hablar de política o de otros temas, decía estupideces. Pero cuando hablaban sus manos, te dabas cuenta de que era un gran creador.”
La idea es clara: ser un gran artista (o, en su caso, un científico de prestigio) en componer canciones, pintar cuadros, hacer películas o cualquier otra actividad artística no proporciona ningún tipo de lucidez especial respecto a la política. No digamos ya si entran en juego consideraciones económicas. Y afirmamos esto sin perjuicio de que cualquiera pueda opinar sobre cualquier materia, pero sabedores de que son sólo eso, opiniones, es decir, un no saber o un saber a medias, en el sentido platónico, muy lejos de la episteme o ciencia.
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